“…las madres son víctimas ecuestres
desde la raíz infinita de su seno
y su cálida leche nos hace viciosos
del tiempo...”
Raúl Guadalupe De Jesús
Persianas
Las
creencias están ligadas al agua. Un rio, una playa, un vientre, una botella. En
un país vecino los hombres y mujeres, soy inclusiva, luchaban por la comida que
caía del cielo, como maná, pero sin dios y con mucho neoliberalismo. Creo que
dios, de ser, es capitalista. En mi país las botellas vuelan dentro de las
universidades. Pero no hablare de agua sino del vuelo. (Me he cortado las
alas.) Federici ha resucitado.
En una casa
frente a una playa hay unos niños, un perro y una verja sucia. Dentro existe
una mujer de un solo seno, inflado, relleno, brutal del cual mana leche, no es
milagroso. Es el resultado de varias preñeces, de mutaciones genéticas y de
años de sexo impúdico, bien hecho. Acostada en el piso lacta a su nueva
criatura mientras todos pasan y la ven con asombro. La juzgan, ella sonríe. La
niña en sus brazos es robusta y de su boquita, de sus labios gruesos, resbala
una gota blancuzca con un poco de saliva. La madre toma agua dasani 16 oz
embotellada. En el centro hay una anciana que llora desnuda en un sofá,
mientras olvida en conciencia quién fue. Hay un hombre que bebe escondido bajo
una sabana. Hay un joven masturbándose en el baño. Gritos de vecinos, peleas de
perros, gallinas que ladran y olas que baten. Pausa. La gran madre acaricia el
cabello de su hija.
Una tarde
calurosa entré en la casa. Bese a la anciana y me invitó a sentar. Me preguntó
por novios y el trabajo. Le respondí lo deseado. Nos reímos. Me dijo que todo
era perfecto. Me llamó por mi nombre. (La recordaba gritándome que me estuviera
quieta, que no le diera a las persianas.) Lloré como se hacerlo. En silencio y
sin lágrimas. Me despedí. No soporte el olor a leche rancia de la casa. No soporte
los cambios de los floreros. Me fui.
Al lado, y
mi realidad se confunde con letras, hay una casa alta, muy alta, donde se cree
en los márgenes aunque se olviden. Donde hay una soledad que no se pude limpiar
ni con lejía, y miren que estoy ciega. La soledad se siente desde del primer
sillón solitario que se mece solo frente a otro. Sigue por un gato que se lame
sin parar, compulsivamente y termina por los habitantes que cargan sus muertos,
sus realidades, sus pasados y sobre todos sus futuros como homenaje. No hay
muchas lágrimas, hay muchos dolores y pocas curas; el eufemismo prevalece. En
esa casa últimamente la soledad se ha espesado. Hay más alcobas vacías, más
fronteras y menos personas con quien contar. Hay una decepción, no solo por sus
vidas, sino por el país. Entré, también, estaba en casa, pero me sentí desnuda
(como la religión predica). No me podía mover. Hablé y hablé y solo encontré
silencios y deudas que pagar. Amenazas de despidos, desempleo y un televisor
que proyecta a madres lanzando botellas de agua a sus hijos. Lloré, perdí mi
lugar, me sentí un ave con pico y sin alas, quería recibir agua embotellada.
Bajé las escaleras vi la mujer lactando. Me despedí. Me monté en el carro, tomé
la autopista. Sentí alivio, lloré todo el camino nadie lo supo.
-¿Me das una?
-Un dólar.
-Gracias.
Limary Ruiz-Aponte.
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