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sábado, 11 de agosto de 2012

PERSIANAS, por Limary Ruiz-Aponte



“…las madres son víctimas ecuestres

desde la raíz infinita de su seno

y su cálida leche nos hace viciosos

del tiempo...”

Raúl Guadalupe De Jesús

Persianas

Las creencias están ligadas al agua. Un rio, una playa, un vientre, una botella. En un país vecino los hombres y mujeres, soy inclusiva, luchaban por la comida que caía del cielo, como maná, pero sin dios y con mucho neoliberalismo. Creo que dios, de ser, es capitalista. En mi país las botellas vuelan dentro de las universidades. Pero no hablare de agua sino del vuelo. (Me he cortado las alas.) Federici ha resucitado.

En una casa frente a una playa hay unos niños, un perro y una verja sucia. Dentro existe una mujer de un solo seno, inflado, relleno, brutal del cual mana leche, no es milagroso. Es el resultado de varias preñeces, de mutaciones genéticas y de años de sexo impúdico, bien hecho. Acostada en el piso lacta a su nueva criatura mientras todos pasan y la ven con asombro. La juzgan, ella sonríe. La niña en sus brazos es robusta y de su boquita, de sus labios gruesos, resbala una gota blancuzca con un poco de saliva. La madre toma agua dasani 16 oz embotellada. En el centro hay una anciana que llora desnuda en un sofá, mientras olvida en conciencia quién fue. Hay un hombre que bebe escondido bajo una sabana. Hay un joven masturbándose en el baño. Gritos de vecinos, peleas de perros, gallinas que ladran y olas que baten. Pausa. La gran madre acaricia el cabello de su hija.

Una tarde calurosa entré en la casa. Bese a la anciana y me invitó a sentar. Me preguntó por novios y el trabajo. Le respondí lo deseado. Nos reímos. Me dijo que todo era perfecto. Me llamó por mi nombre. (La recordaba gritándome que me estuviera quieta, que no le diera a las persianas.) Lloré como se hacerlo. En silencio y sin lágrimas. Me despedí. No soporte el olor a leche rancia de la casa. No soporte los cambios de los floreros. Me fui.

Al lado, y mi realidad se confunde con letras, hay una casa alta, muy alta, donde se cree en los márgenes aunque se olviden. Donde hay una soledad que no se pude limpiar ni con lejía, y miren que estoy ciega. La soledad se siente desde del primer sillón solitario que se mece solo frente a otro. Sigue por un gato que se lame sin parar, compulsivamente y termina por los habitantes que cargan sus muertos, sus realidades, sus pasados y sobre todos sus futuros como homenaje. No hay muchas lágrimas, hay muchos dolores y pocas curas; el eufemismo prevalece. En esa casa últimamente la soledad se ha espesado. Hay más alcobas vacías, más fronteras y menos personas con quien contar. Hay una decepción, no solo por sus vidas, sino por el país. Entré, también, estaba en casa, pero me sentí desnuda (como la religión predica). No me podía mover. Hablé y hablé y solo encontré silencios y deudas que pagar. Amenazas de despidos, desempleo y un televisor que proyecta a madres lanzando botellas de agua a sus hijos. Lloré, perdí mi lugar, me sentí un ave con pico y sin alas, quería recibir agua embotellada. Bajé las escaleras vi la mujer lactando. Me despedí. Me monté en el carro, tomé la autopista. Sentí alivio, lloré todo el camino nadie lo supo.

-¿Me das una?

-Un dólar.

-Gracias.



Limary Ruiz-Aponte.