A Libélula le andaba tan maravilloso el corazón que, éste, le mostraba cosas que sólo ella veía, por eso a menudo le dolían los párpados. Se pasaba todo el dia con su camara en el tejado de los vecinos, desde donde podia grabarse a sí misma por la ventana de su habitación. Todo lo que le sucediera. Todo lo que le sucediera cuando escuchaba o veía cosas. También quería grabar las cosas y había instalado un micro para las voces, pero hasta el momento, nada.
Libélula era su própia investigación, se buscaba. De hecho, Libélula hacía lo que hacemos todos: tratar de saber de que o de quién nos tratamos.
Libélula vivía en las afueras del pueblo, al lado de una gasolinera, y ayudaba a sacar las mesas en el restaurante de sus padres. Le gustaba, porque los restos de comida en los platos siempre tienen forma de algo.
Libélula fumaba a escondidas picadura de su abuelo, que liaba con papel de periódico. Los médicos decían que padecía de asma, pero ella sabía claramente que la tinta de color que empezaban a poner en los diarios y revistas no era buena.
Libélula tenía un perro llamado Marfíl, que asustaba a todo el vecindarío (a los 13 vecínos que había) porque le faltaba un ojo. El izquierdo.
Libélula iba a la escuela con bus, donde, en su clase, había un chico del que sus voces le decían que la amába. Al chico, pensaba, ¿cómo le andará el corazón? Yo creo que ella también lo amába; o eso, al menos, es lo que me gustaría creer.
Libélula dibujaba en la carpeta colecciones de disfrazes para los personages de sus visiones. Podia vestirlos a su antojo. Eso le estaba permitido gracias a un fallo que le habían encontrado los neurólogos en el hipotálamo. Como esos seres verdes que arrastran ese gran tronco carcomido por la razón.
Libélula, por el nombre, disponía de alas cuando llegaba la primavera. Y, entonces, podía ir donde quisiera y al instante que fuera. Eran finísimas, delgadas como relíquias, brillantes.
Libélula, ya pronto vuelves. Nunca te has ido, Libélula. Tu eres mi ahora.
Josep Grifoll,
febrer del 2009,
Casserres.